HOSPITAL GENERAL DE MADRID. Cuarta parte:
El género de enfermedades que se reciben en esta casa lo demuestra la voz de ser "general". Se admitían igualmente enfermos crónicos que agudos, hombres, mujeres, niños, seglares, eclesiásticos, civiles y militares.., lo mismo el nacional que el extranjero, el católico que el protestante. Únicamente son exceptuados los que necesitan el remedio de las unciones; éstos se destinaban al hospital que dirigían los religiosos de San Juan de Dios, donde también se curaban los sarnosos. También existía en la ciudad de Madrid otro hospital, a cargo de los canónigos de San Antonio Abad, para alojar a los que padecían lepra y tiña. Para las mujeres embarazadas estaba la Casa de los Desamparados y para los niños huérfanos la que se conoce como inclusa. La pobreza de los enfermos era la razón mas poderosa para que fueran admitidos en el H. General.
A 118 pasos franceses del hospital se encontraba el cementerio, situado al oeste. Tenía de extensión cinco fanegas de tierra y estaba dividido en tres partes: una de tres fanegas para enterrar al común de los pobres; otra parte, de fanega y media de terreno, donde eran sepultados los que dejan pagado el entierro (había tumbas ya hechas de 7 pies de largo y 3 de ancho). La tercera porción, de media fanega, estaba cercada con una tapia y se comunicaba con la capilla; aquí recibían sepultura los capellanes, cirujanos, practicantes....y cualquier persona de Madrid que por devoción así lo dispone. Este terreno está todo solado con baldosas, como las iglesias. Para el enterramiento del común de los pobres, se hacían fosas (supongo que comunes, a juzgar por las medidas) de 45 pies de largo, 21 de ancho y 15 de profundidad, con una rampa para bajar los cadáveres que tiene de línea 45 pies y 4 de ancho. Seis meses es lo regular que tardan en consumirse los cuerpos sin exhalar fetor alguno. Junto al campo santo había unas bóvedas o catacumbas de fábrica de ladrillo, cubiertas de piedra, a las que se trasladan de tiempo en tiempo los huesos de los difuntos y allí se consumen.
La capilla, con su altar, donde se colocaban los muertos hasta llevarlos al cementerio, estaba bastante alejada de las habitaciones de los enfermos. Allí permanecían los cadáveres durante el tiempo que establecían las leyes al respecto; de esta forma se evita el inconveniente que pudiera resultar en que se enterrase alguno sin estar difunto.
Cada dos meses se subastaban las ropas de los finados y se vendían al mejor postor. Los enfermos que llevaban dinero encima cuando ingresaban en el hospital, lo dejaban en depósito para que les fuera devuelto al recibir el alta. Si fallece se descuentan las estancias que causó a razón de 4 reales o una libra tornesa (unidad monetaria francesa que dio lugar al franco) diaria; también se costeaba el entierro -en su caso- y si quedaba remanente se empleaba en sufragios por el ánima del finado -siempre que no tuviera herederos directos, en cuyo caso el sobrante se destinaba a cumplir su última voluntad-. Esta práctica solamente se alteraba en el caso de aquellos pacientes que al ingreso declaraban que pagarían todo lo que fuese preciso (más o menos lo que ahora entendemos como medicina privada). En el caso de los soldados, era el rey quien se hacía cargo de abonar los gastos hospitalarios.
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