Ana Martínez era natural de Fuentelaencina (Guadalajara), allí permaneció hasta la edad de 24 años en que se trasladó a Madrid para servir en casa de D. José Guardia, guardajoyas del rey Carlos IV.  Luego se casó y entró con su marido al servicio del marqués de la Torrecilla. En el cuarto que tenían asignado en casa del marqués nacieron sus seis hijos, tres de los cuáles fallecieron en la infancia. Los otros tres tomaron hábitos religiosos e ingresaron en sendos conventos. La más joven, sor María Rosa Clara de Jesús Crucificado,   a los nueve meses de profesar tuvo que abandonar la clausura a causa de una extraña  enfermedad. Así las cosas dejó atrás el convento de las capuchinas de Pinto y  regresó al domicilio materno en la carrera de San Francisco. Una historia familiar como otra cualquiera a no ser por algunos detalles dignos de mención.

Al parecer padecía la joven intensos dolores de cabeza, accidentes, congojas, ardor, secura y dolores de entrañas. No podía mantenerse en pie ni caminar. Se le administraron diversos tratamientos, sobre todo muchas sangrías y  el opio, pero no se logró mejoría. Su madre, varias veces, ya con las manos y ya con una venda, tenía necesidad de apretar a su hija en la cabeza...Estaba ésta recluida en una suerte de oratorio donde a nadie  se permitía entrar sin permiso, únicamente podía hacerlo el confesor de la religiosa, padre Barón.

La alimentación de la enferma se reducía a una taza de caldo, sémola o fideos, alguna horchata, té  y a todo pasto, agua siempre fría con azúcar y vinagre. Y algunas veces agua de agraz......Mojaba alguna vez una miga de pan en algún huevo fresco o en la salsa de algún guisado que la caridad de alguna persona le hubiera proporcionado.... Era un prodigio que sor María Clara pudiese vivir sufriendo aquellos dolores tan terribles y con  tan poco alimento, de tal manera que Ana Martínez  empezó a divulgar que su hija  mostraba signos de santidad. 

Algunas familias de la nobleza madrileña le asignaron pensiones diarias de diferentes cuantías. Matías Fernández Campillo , mayordomo del conde de Ribadavia, en más de una ocasión le regaló un pichón con salsa. Francisco Suárez llevaba diariamente a la casa un panecillo francés largo, algunos días dos y tal cuál vez una libreta candeal. Algunos días dos o tres manojos de acelgas,  espinacas, lechuga y cebollas. En tiempo de salmón fresco, unos días una libra y otros media. Y también un cuarto de gallina, una cubeta diaria de agua y por tres veces nieve: a las dos, a las cuatro y entre seis y siete de la tarde. La carne la llevaba un mozo de las tablas del rastro...

Pero ocurrió que Casilda Obispo, sobrina de Ana Martínez y  residente en la misma casa, denunció la falsedad de los males de María Clara y su relación demasiado íntima con el padre Barón. Madre e hija  vivían de maravilla sin dar palo al agua gracias a la "santidad" de la joven. El día 14 de julio de 1803 Ana Martínez era detenida y conducida a prisión. Su hija había recobrado milagrosamente la salud, argumento que la madre utilizó en su declaración como mejor prueba de que Dios había intervenido. El Tribunal del Santo Oficio las juzgó y condenó, lo mismo que al padre Barón.  A la madre, debido a su edad (67 años) le fueron concedidas tres audiencias de caridad con el fin de que reconociera la farsa y declarara la verdad. No se consiguió tal objetivo,  se limitó a ratificar sus declaraciones anteriores  con un genio altivo y soberbio. 




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