Una historia cotidiana:  Alonso Jiménez y Juan Fernández vieron una excelente oportunidad de negocio en la venta de almizcle , sustancia  escasa y muy codiciada para la elaboración de ungüentos, pócimas y otros brebajes curativos.  Todo marchaba viento en popa hasta que un cliente, cardenal boticario en la villa de Illescas, descubrió que la sustancia que vendían nada tenía que ver con el verdadero almizcle. Analizadas algunas muestras comprobaron que la materia fraudulenta  se componía de hígado seco molido, polvo de carcoma y pelos de becerro, todo ello envasado en unas capsulitas de plomo.

Apresados por la justicia, los estafadores dieron con sus huesos en la cárcel real de  Toledo. El 14 de julio de 1595 el corregidor de Illescas pronunciaba la sentencia condenando a los reos a una serie de penas y al pago de las costas judiciales:

Que de la cárcel en que están... sean sacados caballeros en sendas bestias de albarda, atados pies y manos, con sogas de esparto a la garganta...Y con voz de pregonero público que manifieste su delito, sean sacados por las calles públicas de esta villa....Y el dicho Juan Fernández salga a la vergüenza. Y al dicho Alonso Jiménez le sean dados cien azotes.  Además ambos eran condenados a permanecer seis años en las galeras, Juan Fernández al remo y sin sueldo;  Alonso Jiménez, por ser manco y no poder remar, serviría  en el puesto que la dirección del barco   considerase adecuado.

 Si osaban quebrantar las penas serían condenados a muerte natural

Ordenaba también el corregidor que la pasta falsa que se les había intervenido fuera quemada.  Y que devolvieran al boticario cardenal engañado, los dos ducados que había pagado por la sustancia.

Los dos reos consideraron que las penas eran excesivas y apelaron en el tribunal de Chancillería de Valladolid. El 23 de septiembre del mismo año se pronunciaba la sentencia definitiva, firmada por los licenciados Arévalo Sedeño, Egas Venegas Girón y Martín Hernández Portocarrero. Sorprendentemente ratificaron solamente la condena a cien azotes a Alonso Jiménez y a vergüenza pública a Juan Fernández, anulando todas las demás penas, salvo las costas.

 En este caso también al alto tribunal le pareció  excesiva la condena.


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